lunes, 18 de noviembre de 2013

EL MIEDO NACIONALISTA

“La violencia es miedo de las ideas de los demás y poca fe en las propias”
Antonio Fraguas Forges

En una democracia y en un Estado Constitucional de Derecho, las libertades políticas y civiles son imprescindibles y el respeto a ellas es base para la convivencia democrática. La libertad de pensamiento, la libertad de expresión y el derecho a protesta son parte de los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución Política y en diversos tratados internacionales. Esto ya es conocido, pero a veces es necesario repetirla y más aún cuando se presentan situaciones como los hechos de violencia ocurridos en el frontis del Poder Judicial de la Corte Superior de Justicia de Cusco.

El último jueves, así como semanas atrás, jóvenes estudiantes y profesionales salieron a protestar contra el actual presidente regional del Cusco, el nacionalista Jorge Acurio Titto, para exigir justicia por el caso denominado “Calca”, en el cual, nuestra máxima autoridad regional está involucrada.

Los manifestantes, varios de nosotros, con formación jurídica, sabemos que los jueces, sin presiones y de manera imparcial son los únicos que pueden declarar culpable por algún delito a cualquier persona, pero cuando un proceso, presenta ciertos hechos que no son normales ni admisibles empieza a causar sospechas. Desde la amenaza de muerte a la fiscal hasta las movidas en la Sala Superior que tiene a cargo el proceso, así como hijos de magistrados que laboran en las diferentes instancias del gobierno regional y otros más, hacen dudar de una verdadera imparcialidad e independencia en la función jurisdiccional. Es por ello que los jóvenes salimos a protestar, no para pedir o exigir que se sentencie de una manera u otra, sino que el proceso sea imparcial y así demostrar al pueblo cusqueño que contamos con un Poder Judicial digno y respetable, como muchos de los jueces que fueron docentes míos y siempre demostraron una actitud intachable.

Hay gente y sectores que pueden estar a favor o en contra de esta posición y todas las posiciones son respetables aunque tanto la mía o la de ellos pueda ser incorrecta. Así es el juego en una democracia y así se debe vivir en un Estado Constitucional de Derecho. Lo que no es tolerable, en un país que está construyendo su democracia, es la violencia como forma de imponer un criterio político o de cualquier clase. La violencia por parte de los trabajadores y seguidores de Jorge Acurio a los manifestantes es totalmente repudiable. Toda persona tiene el derecho a salir a protestar de la forma en que más le convenga y por lo que piensa que es justo, siempre y cuando sea pacífica. Lo que no debe ser permitido es la actitud matonesca de los que no están de acuerdo con esta protesta. En realidad, esto es lo que la sociedad tiene que condenar, la violencia política. Ya no se debe tolerar que por posiciones políticas a favor o en contra de algún personaje se rompan los huesos nasales a los que piensan distinto, pues eso pasó con Alain Arenas, joven estudiante de Odontología de laUNSAAC, que fue agredido por los defensores de Jorge Acurio y ahora tiene roto los huesos nasales. También sufrieron agresiones, pero más leves, otros jóvenes protestantes.

Pero esto no es el único hecho de violencia por parte de los nacionalistas del Cusco. En el III Encuentro Regional de Juventudes, los jóvenes del partido de gobierno atacaron en forma violenta a jóvenes que hacían firmar un pronunciamiento cuyo contenido era los errores en la organización de dicho evento y sugiriendo políticas juveniles nacionales. En vez de discutir o proponer una posición, los nacionalistas, utilizaron la violencia para reprimir un acto que es permitido en democracia y avalado por la Constitución.

En la redes sociales, como es natural, existe intercambio de ideas y de posiciones políticas. Son varios jóvenes de diferentes partidos e ideologías que nos enfrascamos en debates, muchas veces apasionados, pero tolerantes. Jóvenes de izquierda, liberales, apristas, comunistas, independientes debatimos y enfrentamos nuestras posiciones con nuestro nombre y sin ocultar el rostro, pero cuando los nacionalistas intervienen en las redes sociales, lo hacen con perfiles de Facebook falsos, sólo se dedican a difamar, insultar, mentir y colgar fotos y memes trucados para desprestigiar a los opositores. ¡Es una pena!


Todo esto demuestra que los jóvenes nacionalistas de la región del Cusco son intolerantes, no tienen cuadros que sean capaces de defender su posición política con formas democráticas lo cual demuestra un miedo al debate abierto, alturado y democrático. También se percibe un medio por lo que pueda pasar en el Poder Judicial...

viernes, 8 de marzo de 2013

LA ODISEA DE FLORA TRISTÁN

POR MARIO VARGAS LLOSA


Flora Tristán será una de la mujeres que más admiró. A pesar de las dificultades que tuvo en la vida y con todas las limitaciones que tenían las mujeres en el siglo XIX, nuestra "paria" dejó un legado de coraje y fortaleza. Por eso, les dejo el artículo publicado por nuestro nobel de literatura, sobre el camino de la gran mujer.


La odisea de Flora Tristán


Por Mario Vargas Llosa


El XIX no fue sólo el siglo de la novela y los nacionalismos: fue también el de las utopías. Tuvo la culpa de ello la Gran Revolución de 1789: el cataclismo y las transformaciones sociales que acarreó convencieron tanto a sus partidarios como a sus adversarios, no sólo en Francia sino en el mundo entero, de que la historia podía ser modelada como una escultura, hasta alcanzar la perfección de una obra de arte. Con una condición: que la mente concibiera previamente un plan o modelo teórico al que luego la acción humana calzaría la realidad como una mano a un guante. Huellas de esta idea se pueden rastrear muy lejos, por lo menos hasta la Grecia clásica. En el Renacimiento ella cristalizó en obras tan importantes como Utopía, de Sir Thomas More, fundadora de un género que se prolonga hasta nuestros días. Pero nunca antes, ni después, como en el XIX, fue tan poderosa, ni sedujo a tanta gente, ni generó empresas intelectuales tan osadas, ni inflamó la imaginación y el idealismo (a veces la locura) de tantos pensadores, revolucionarios o ciudadanos comunes y corrientes, la convicción de que, teniendo las ideas adecuadas y poniendo a su servicio la abnegación y el coraje debidos, se podía bajar a la tierra el Paraíso y crear una sociedad sin contradicciones ni injusticias, en la que hombres y mujeres vivirían en paz y en orden, compartiendo los beneficios de aquellos tres principios del ideal revolucionario del 89 armoniosamente integrados: la libertad, la igualdad y la fraternidad.

Todo el siglo XIX está constelado de utopías y utopistas, entre los que coexisten, junto a sectas entregadas al activismo violento semejantes a la formada por los discípulos de Noël Babeuf (1746-1797), pensadores notables, como Saint-Simon (1760-1825) y Charles Fourier (1772-1837), empresarios audaces tipo el escocés Robert Owen, hombres de acción y aventura, entre los que descuella el anarquista ruso Mikhail Bakunin (1814-1876), soñadores más llamativos que profundos, tal Étienne Cabet (1788-1856), o delirantes del género Jules-Simon Ganneau (1806-1851), mesiánico fundador del Evadisme. El más importante de todos los utopistas decimonónicos, en términos históricos, fue sin duda Carlos Marx, cuya utopía "científica" absorbería buena parte de las que la precedieron y terminaría por cancelarlas a todas.

A esta dinastía de grandes inconformes, objetores radicales de la sociedad en la que nacieron y fanáticamente persuadidos de que era posible reformarla de raíz para

erradicar las injusticias y el sufrimiento e instaurar la felicidad humana, pertenece Flora Tristán (1803-1844), la temeraria y romántica justiciera que, primero en su vida difícil y asaeteada por la adversidad, luego en sus escritos y finalmente en la apasionada militancia política de sus dos últimos años de vida, trazaría una imagen de rebeldía, audacia, idealismo, ingenuidad, truculencia y aventura que justifica plenamente el elogio que hizo de ella el padre del surrealismo, André Breton: "Il n'est peut être pas de destinée féminine qui, au firmament de l'esprit, laisse un sillage aussi long et aussi lumineux." ("Acaso no haya destino femenino que deje, en el firmamento del espíritu, una semilla tan larga y luminosa.") La palabra "femenino" es aquí imprescindible. No sólo porque, en el vasto elenco de forjadores de utopías sociales decimonónicas, Flora Tristán es la única mujer, sino, sobre todo, porque su voluntad de reconstruir enteramente la sociedad sobre bases nuevas nació de su indignación ante la discriminación y las servidumbres de que eran víctimas las mujeres de su tiempo y que ella experimentó como pocas en carne propia.

Dos experiencias traumáticas y un viaje al Perú son los acontecimientos decisivos en la vida de Flora Tristán, nacida en París el 7 de abril de 1803 y a la que sus padres bautizaron con el nombre largo y rimbombante de Flora Celestina Teresa Enriqueta Tristán Moscoso: su nacimiento y su matrimonio. Su padre, don Mariano Tristán y Moscoso, peruano, pertenecía a una familia muy próspera y poderosa y servía en los ejércitos del rey de España. Su madre, Anne-Pierre Laisnay, francesa, se había refugiado en Bilbao, huyendo de la Gran Revolución. Allí se conocieron y al parecer se unieron —no hay pruebas de ello— en un matrimonio religioso administrado por un sacerdote francés, también exiliado, que carecía de legitimidad legal. Por lo tanto, Flora nació como una hija bastarda, condición infamante que desde la cuna la condenó a un destino de "paria", credencial que, años más tarde, ella reivindicaría con insolencia en el título del más famoso de sus libros: Peregrinaciones de una paria (1837). Al morir el padre, en junio de 1807, cuando la niña no había cumplido aún cinco años, la madre y la hija, por carecer de títulos legales, fueron despojadas de la elegante propiedad donde vivían, en Vaugirard, y todos los bienes de don Mariano revertieron a su familia en el Perú. Al cabo de unos años, después de una gradual declinación social, encontramos a Flora y a su madre habitando un barrio pobre de París —los alrededores de la Plaza Maubert— y a aquélla ingresando a trabajar, jovencita, como obrera colorista, en el taller de grabado del pintor y litógrafo André Chazal, que se enamoró de ella. El matrimonio de la pareja, celebrado el 3 de febrero de 1821, fue, para Flora, una

catástrofe que marcaría su vida de manera aún más dramática que su condición de hija ilegítima.

Lo fue porque, desde el principio, sintió que aquel lazo de unión hacía de ella un mero apéndice de su marido, una reproductora de hijos —tuvo tres, en cuatro años— y un ser enteramente privado de vida propia y de libertad. De esta época nació en Flora la convicción de que el matrimonio era una institución intolerable, un trato comercial en el que una mujer era vendida a un hombre y convertida poco menos que en una esclava, de por vida, pues el divorcio había sido abolido con la Restauración. E hizo brotar en ella, asimismo, un instintivo rechazo de la maternidad y una desconfianza profunda hacia el sexo, en los que presentía otros tantos instrumentos de la servidumbre de la mujer, de su humillante sujeción al hombre.

A los 22 años, Flora perpetró el acto más audaz de su vida, que consagraría definitivamente su destino de paria y de rebelde: abandonó su hogar, llevándose a los hijos, con lo que no sólo se ganó el tremendo descrédito que la moral de la época confería a semejante gesto, sino que incluso se puso fuera de la ley, cometiendo un acto que hubiera podido llevarla a la cárcel si André Chazal la denunciaba. Hay a partir de allí —1825 a 1830—, en su vida, un periodo incierto, del que sabemos muy poco, y lo que sabemos, todo a través de ella, probablemente muy retocado a fin de ocultar la deprimente verdad. Lo seguro es que en esos años vivió huyendo, escondiéndose, en condiciones dificilísimas —su madre no aprobaba lo que hacía y desde entonces las relaciones entre ambas parecen haber cesado—, y con el permanente temor de que André Chazal, o la autoridad, dieran con ella. Dos de sus tres hijos morirían en los años siguientes; sólo sobrevivió Aline Marie (la futura madre de Paul Gauguin), niña que pasó buena parte de su infancia en el campo, con nodrizas, mientras su madre, a la vez que se ocultaba, se ganaba la vida como podía. Años más tarde dirá que se empleó como dama de compañía (no es improbable que fuera una simple sirvienta) con una familia inglesa, a la que acompañó por Europa y que de este modo hizo su primer viaje a Inglaterra. Nada de eso es seguro y todo es posible en esos años de los que lo único absolutamente cierto es que para Flora debieron de ser durísimos, y que en ellos se templó el bravo carácter de que haría siempre gala, su coraje ilimitado, su audacia, y su convicción de que el mundo estaba mal hecho y era injusto, discriminatorio y brutal, y que las víctimas privilegiadas de la injusticia reinante eran las mujeres.

El viaje al Perú de Flora —donde viviría cerca de un año— tuvo, según ella, un origen accidental, de novela romántica. En un albergue parisino ella habría encontrado,

de casualidad, a Zacarías Chabrié, un capitán de barco que viajaba a menudo entre Francia y el Perú, donde había conocido, en Arequipa, a la acaudalada y poderosa familia Tristán, cuya cabeza era don Pío Tristán y Moscoso, el hermano menor de don Mariano, padre de Flora. El propio Chabrié, dice, la animó a escribir a su tío carnal. Ella lo hizo, una carta sentida y suplicante, refiriéndole las penurias y dificultades que ella y su madre habían padecido desde la muerte de su padre, debido al irregular matrimonio de sus progenitores y pidiéndole ayuda, incluso el reconocimiento. Don Pío contestó, al cabo de largos meses, una misiva astuta, en la que, junto al cariño hacia la sobrinita recién aparecida y en medio de protestas de amor hacia su hermano Mariano, asoma ya la firme negativa a considerar siquiera el reconocimiento legal como heredera legítima de quien, por mano propia, admitía haber nacido de una unión no legal. Pero, sin embargo, le enviaba un dinero en su nombre, y otro en el de su abuela, todavía viva.

Luego de tres años de querellas conyugales con Chazal y fugas repetidas, Flora se embarca finalmente, en abril de 1833, en Burdeos, en el barco que la llevará al Perú. Su capitán es nada menos que Zacarías Chabrié. La travesía de seis meses, rodeada de 16 varones —ella, la única mujer—, tuvo ribetes homéricos. Flora permaneció en Arequipa ocho meses y dos en Lima, antes de regresar a Francia, a mediados de 1834. Este es un período fronterizo en su trayectoria vital, el que separa a la joven inconforme y confundida que huía de un marido y soñaba con un golpe de fortuna —ser reconocida como hija de don Mariano por su familia peruana y alcanzar de súbito la legitimidad y la riqueza—, de la agitadora social, la escritora y la revolucionaria que orienta su vida de manera resuelta a luchar, con la pluma y la palabra, por la justicia social en cuyo vértice ella ponía la emancipación de la mujer.

En Arequipa, su tío don Pío canceló de manera definitiva sus ilusiones de ser reconocida como hija legítima, y, por lo tanto, de heredar su patrimonio. Pero esta frustración se vio en cierto modo aliviada por la buena vida que allí llevó aquellos ocho meses, alojada en la casa señorial de la familia, rodeada de sirvientas y de esclavas, mimada y halagada por la tribu de los Tristán y requerida y cortejada por toda la "buena sociedad" arequipeña, a la que la llegada de la joven y bella parisina de grandes ojos, larga cabellera oscura y tez muy blanca, puso de vuelta y media. Ella había ocultado a todo el mundo, empezando por don Pío, que era casada y madre de tres hijos. No hay duda de que a su alrededor debieron de revolotear los galanes como moscardones. Flora se divirtió, sin duda, con aquel confort, seguridad y buena vida que por primera vez disfrutaba. Pero, también, observó y anotó, fascinada, la vida y las costumbres de aquel

país, tan distinto del suyo, que comenzaba apenas su historia de república independiente, aunque las instituciones, los prejuicios y formalismos de la Colonia se conservaran casi intactos. En su libro de memorias, trazaría un formidable retrato de aquella sociedad feudal y violenta, de tremendos contrastes económicos y abismales antagonismos, raciales, sociales y religiosos, de sus conventos y su religión cargada de idolatría, y de su behetría política, en la que los caudillos se disputaban el poder en guerras que eran a menudo, como la que le tocó presenciar en la pampa de Cangallo, sangrientas y grotescas. Ese libro que limeños y arequipeños quemarían, indignados por el cruel retrato que hacía de ellos, es uno de los más fascinantes testimonios que existen sobre el despuntar, en medio del caos, la fanfarria, el colorido, la violencia y el delirio, de la vida en América Latina luego de la independencia.

Pero no sólo racismo, salvajismo y privilegios abundaban en el país de su padre. Para su sorpresa, había allí también algunas rarezas que Flora no había conocido en París, y precisamente en un dominio para ella primordial: el femenino. Las mujeres de sociedad, por lo pronto, disfrutaban de unas libertades notables, pues fumaban, apostaban dinero, montaban a caballo cuando querían, y, en Lima, las tapadas —el vestido más sensual que Flora había visto nunca— salían a la calle solas, a coquetear con los caballeros, y disponían de una autonomía y de una falta de prejuicios considerable, incluso desde una perspectiva parisina. Hasta las monjas, en los conventos de clausura donde Flora consiguió deslizarse, gozaban de una libertad de maneras y se permitían unos excesos que no se condecían para nada con su condición de religiosas, ni con esa imagen de la mujer humillada y vencida, mero apéndice del padre, del marido o del jefe de familia, que Flora traía en la cabeza. Desde luego que las peruanas no eran libres a la par que el hombre ni mucho menos. Pero, en algunos casos, rivalizaban con él, y en su propio campo, de igual a igual. En la guerra, por ejemplo, las rabonas acompañaban a los soldados y les cocinaban y lavaban y curaban, y peleaban junto a ellos, y se encargaban de asaltar las aldeas para garantizar el rancho de la tropa. Esas mujeres, sin saberlo, habían alcanzado, en los hechos, una vida propia y destrozado el mito de la mujer desvalida, débil e inútil para la vida viril. La figura que personificó, más que ninguna otra, para Flora esos casos de mujer emancipada y activa, que invadía los dominios tradicionalmente considerados como exclusivos del hombre, fue doña Francisca Zubiaga de Gamarra, esposa del mariscal Gamarra, héroe de la independencia y presidente de la República, cuya figura palidecía ante la sobresaliente personalidad de su mujer. Doña Pancha, o la Mariscala, como la llamaba el pueblo, había reemplazado a

su marido en la Prefectura del Cuzco cuando él salía de viaje, y aplastado conspiraciones gracias a su astucia y coraje. Vestida de soldado y a caballo, había participado en todas las guerras civiles, luchando hombro a hombro con Gamarra, y hasta había dirigido la tropa que ganó a los bolivianos la batalla de Paria. Cuando Agustín Gamarra fue presidente, era vox populi que ella había sido el poder detrás del trono, tomando las iniciativas principales y protagonizando estupendos escándalos, como dar de latigazos, en una ceremonia oficial, a un militar que se jactaba de ser su amante. La impresión que hizo en Flora la Mariscala, a quien conoció brevemente, cuando ésta ya partía hacia el exilio, fue enorme y no hay duda que contribuyó a hacer nacer en ella la idea, primero, de que era posible, para una mujer, rebelarse contra su condición discriminada, de ciudadano de segunda, y, luego, la decisión de actuar en el campo intelectual y político para cambiar la sociedad. Esta es la herencia que Flora trae del Perú a París, a principios de 1835, cuando retorna a su patria y se lanza, llena de entusiasmo, a una nueva vida, muy distinta de la anterior.

La Flora Tristán de los años siguientes a su regreso a Francia ya no es la rebelde fugitiva de antaño. Es una mujer resuelta y segura de sí misma, rebosante de energía, que se multiplica para informarse y educarse —había recibido una instrucción elemental, como delatan sus faltas gramaticales— y hacerse de una cultura que le permita dar aquella batalla intelectual en favor de la mujer y la justicia que es su nuevo designio. A la vez que escribe Peregrinaciones de una paria, se vincula a los grupos sansimonianos, fourieristas (conoce al propio Fourier, de quien siempre hablará con respeto) y los sectores más o menos contestatarios del statu quo, se entrevista con el reformador escocés Robert Owen, y comienza a colaborar en publicaciones importantes, como la Revue de Paris, L'Artiste y Le Voleur. Escribe un folleto proponiendo crear una sociedad para prestar ayuda a las mujeres forasteras que lleguen a París, firma manifiestos pidiendo la supresión de la pena de muerte y envía a los parlamentarios una petición en favor del restablecimiento del divorcio. Al mismo tiempo, estos años están marcados por una guerrilla particular, legal y personal, contra André Chazal, que hasta en tres oportunidades secuestra a sus hijos. En una de ellas, la menor, Aline, lo acusa de intentar violarla, lo que provoca un sonado proceso y un escándalo social. Pues la publicación de Peregrinaciones de una paria, en 1837, recibido con gran éxito, ha hecho de Flora una persona muy conocida, que frecuenta los salones y se codea con intelectuales, artistas y políticos de renombre. Incapaz de resistir la suprema humillación de ver a su mujer triunfar de este modo, con un libro en el que su vida

conyugal es exhibida a plena luz con escalofriante franqueza, André Chazal intenta asesinarla, en la calle, disparándole a bocajarro. Sólo la hiere y el proyectil quedará alojado en el pecho de Flora, como helado compañero de sus andanzas en los seis años que le quedan de vida. En ellos, por lo menos, habrá desaparecido de su camino la pesadilla de André Chazal, condenado a veinte años de cárcel por su acción criminal. Flora Tristán hubiera podido instalarse en esa prestigiosa situación alcanzada y dedicar el resto de su tiempo a apuntalarla, escribiendo y actuando en los círculos intelectuales y artísticos parisinos que le habían abierto las puertas. Habría llegado a ser, acaso, una encumbrada socialista de salón, como George Sand, que siempre miró a esta advenediza por encima del hombro. Pero había en ella, a falta de esa formación cultural de la que el drama de su origen la privó, y a pesar de su carácter que podía ser explosivo, una integridad moral profunda que muy pronto le hizo advertir que la justicia y el cambio social que ella ardientemente deseaba no se conquistarían jamás desde los refinados y exclusivos circuitos de escritores, académicos, artistas y snobs y frívolos donde las ideas revolucionarias y los propósitos de reforma social no eran, en la mayoría de los casos, sino un juego de salones burgueses, una retórica sin consecuencias.

Apenas recuperada del intento de asesinato, escribe Méphis (1838), una novela llena de buenas intenciones sociales y literariamente olvidable. Pero al año siguiente concibe un proyecto osado, que demuestra de manera inequívoca cómo en los meses precedentes el pensamiento de Flora se ha ido radicalizando e impregnando de una creciente beligerancia anticapitalista y antiburguesa: escribir un libro sobre el Londres de la pobreza y la explotación, la cara oculta de la gran transformación económica que ha convertido a la Inglaterra victoriana en la primera nación industrial moderna. Viaja a la capital británica, donde permanece cuatro meses, visitando todos los lugares que los turistas no ven jamás y a algunos de los cuales sólo pudo entrar disfrazándose de hombre: talleres y prostíbulos, barrios marginales, fábricas y manicomios, cárceles y mercados de cosas robadas, asociaciones gremiales y las escuelas de los barrios miserables sostenidas por las parroquias. También, como buscando el contraste, asoma la nariz por el Parlamento británico, las carreras hípicas de Ascot y uno de los clubes más aristocráticos. El libro resultante, Promenades dans Londres (1840), es una diatriba feroz y despiadada —a veces excesiva— contra el sistema capitalista y la burguesía a quienes Flora hace responsables de la espantosa miseria, la explotación inicua del obrero y el niño, y de la condición de la mujer, obligada a prostituirse para sobrevivir o a trabajar por salarios misérrimos comparados con los ya modestísimos que ganan los

hombres. El libro, dedicado "a las clases obreras", a diferencia de lo ocurrido con sus memorias del viaje al Perú, fue acogido en Francia con un silencio sepulcral en la prensa bien pensante y sólo mereció reseñas en unas escasas publicaciones proletarias. No es de extrañar: Flora comenzaba a meterse en honduras y a enfrentarse esta vez a descomunales enemigos.

También el viaje a su detestado Londres la devolvió a Francia transformada. Porque en la capital de Gran Bretaña Flora no sólo vio niños de pocos años trabajando en las fábricas jornadas de catorce horas o sirviendo penas de prisión junto a avezados delincuentes o muchachas adolescentes a las que, en los burdeles de lujo, los poderosos hacían beber alcohol con inmundicias para verlas vomitar y caer exánimes a fin de distraer su aburrimiento. Vio también las formidables manifestaciones públicas del movimiento cartista, sus recolecciones de firmas en la calle, la manera como se organizaba, por distritos, ciudades y centros de trabajo y asistió, incluso, con audacia característica, a una reunión clandestina de sus dirigentes, en un pub de Fleet Street. Gracias a esa experiencia concibió una idea, de la que nadie le ha reconocido aún la autoría, y que sólo seis años más tarde, en 1848, Carlos Marx lanzaría en el Manifiesto comunista: que solamente una gran unión internacional de los trabajadores de todo el mundo tendría la fuerza necesaria para poner fin al sistema presente e inaugurar una nueva era de justicia e igualdad sobre la tierra. En Londres llegó Flora al convencimiento de que las mujeres serían incapaces por sí solas de sacudirse del yugo social; que, para lograrlo, debían unir sus fuerzas con los obreros, las otras víctimas de la sociedad, ese ejército invencible del que ella había vislumbrado la existencia futura en los pacíficos desfiles organizados por los cartistas de millares de proletarios en las calles londinenses.

La utopía particular de Flora Tristán está resumida de manera sucinta en L'Union Ouvrière (1843), el pequeño libro que, como no encuentra editor que se anime a publicarlo, edita ella misma, por suscripción, recorriendo las calles de París y tocando las puertas de amigos y conocidos, como se ve en su correspondencia y en el Diario que llevó durante su gira por el interior de Francia, y que sólo se publicaría muchos años después de su muerte, en 1973. El objetivo es claro y magnífico: "Donnez à tous et à toutes le droit au travail (possibilité de manger), le droit à l'instruction (possibilité de vivre par l'esprit), le droit au pain (possibilité de vivre completement independent) et l'humanité aujourd'hui si vile, si repoussante, si hypocritement vicieuse, se transformera de suite et deviendra noble, fière, indépendente, libre! et belle! et hereuse!" 

Sacado de: http://www.hacer.org/pdf/flora.pdf